domingo, 11 de abril de 2010

PERFUME DE CANGREJA

Recién había ingresado a la universidad.
Era un viernes de septiembre.
Caminaba descuidadamente con mi morral entre los eucaliptos
y de pronto ella me descubrió.
Me miraba desde una banca.
Sorprendido, escuche que pronunciaba mi nombre.
Su voz era gruesa, su mirada delgada.
Mi cuerpo tembló no sé si de emoción o miedo.
Se acercó sigilosamente.
Me murmuró algunas palabras ininteligibles al oído.
Casi sin percibirlo ya me había introducido su mano fría
dentro de la mía caliente.
Y desde entonces,
estuve unido a ella y condenado a amar a esa mujer con ese olor
que emanaba de su cuerpo y que me perturbaba hasta el orgasmo.

Cada vez que estaba a su lado
ingresaba en una maravillosa embriaguez
a la cual seguía una vez que ella se marchaba,
una opresión en el pecho,
punzadas que me atravesaban el tórax de este a oeste
y que algunas veces
transeúntes hubieron de ayudarme y colocarme
en una banca del parque hasta que me restableciera.
A veces solía captar su presencia a cierta distancia
entonces el cuerpo se me estremecía
y mi corazón sonaba como metales en el pecho.
En esos momentos críticos no sabía si huir
o entregarme a sus brazos flacos,
bellos y huesudos como ramas de ciprés.
Había ocasiones en que decidía huir cual perdido cromosoma,
pero luego sentía una culpa roja,
una angustia que manchaba mi camisa
e irremediablemente retornaba
e ingresaba nuevamente a su boca como una grave nota musical.
Desde que conocí a dicha mujer increíble,
hube de cumplir sus antojos, soportar sus insultos
y requerimientos.
Levantarme de madrugada a realizar extraños rituales
que ella me obligaba de manera seductora a realizar.
Por las mañanas al levantarse una extraña membrana
le cubría el cuerpo la cual rasgaba con sus uñas afiladas,
después se alisaba sus cabellos.
Luego me miraba con su ojo rojo,
con su ojo rojo maravilloso y único
para después decirme que me amaba como atacándome.
Me colocaba luego su dedo frío sobre mi frente
y moviendo lentamente sus labios secos
me juraba que jamás me dejaría.
Yo consternado me sentía como condenado
a un amor a cadena perpetua,
y temblaba, no sé si de ternura o desesperación.
Innumerables sábados
mientras esperaba que bajara de los árboles
a los cuales había trepado para escoger las mejores lianas
de ayahuasca,
la noche se posaba en mi hombro como un cuervo ofendido
mientras yo arrojaba ojos secos de kambú contra el cielo.
Sin embargo hubo sábados que mientras la esperaba,
manejaba mi desesperación
leyendo pasajes del Corán o del Talmud
intentando descifrar sus besos,
su corazón aterido y voraz.
No obstante todo ese embutido de divinidad y maledicencia,
habían noches de magia
en que salíamos a caminar por las calles
a recoger encantadores alacranes
o nos entregábamos en los parques del pueblo a abrazos,
a mordiscos y besos desenfrenados
que continuaban hasta entrada
la madrugada, después de lo cual nos retirábamos extenuados
a nuestro cuartito donde dormíamos hasta casi el medio día.
Al despertar ella rasgaba su membrana,
me miraba y me entregaba un beso furioso para después
pronunciar aquella palabra misteriosa
que nunca me atrevía a repetir
y que me hacía sentir en el fondo de mi pecho que la amaba.
Varios años me mantuve prisionero de la belleza fascinante
de aquella mujer increíble,
que en momentos insospechados me sorprendía,
presentándose semidesnuda, con sus pezones desafiantes
y un collar de yerbas en el cuello,
ejecutando pasos de tango inimaginables
de su autor preferido: Astor Piazzola.
Recuerdo que se había dibujado un tatuaje
en la palma de la mano izquierda
que representaba un ojo y que al anochecer me instaba
que acaricie y bese con unción.
Cierto día la sorprendí dibujando extraños signos
entre las cenizas de los leños,
ella no se inmutó y me dijo simplemente
que estaba apagando el fuego y desde entonces
se cuidó de pronunciar
sus cotidianas y extrañas palabras a media luz
con ese extraño pañuelo amarillo que cubría su frente.
Sabiamente aprendió a leer mi mirada.
Cierto día de manera drástica
me prohibió que continuara vinculado a mi familia.
Desde entonces rompí también con mis amigos de la infancia.
Y solitario no me quedó mas que permanecer vinculado a ella
durante las 14 estaciones siguientes.
No me daba un momento de tregua.
Me obligaba a que acaricie sus pocos cabellos,
pronunciara su nombre, bese sus labios secos y verdosos
y que le dijera en un extraño idioma que la amaba.
Todo esto me originaba un crítico estado emocional: arcadas,
eyaculaciones prematuras, palimpsestos,
delusiones, ataques de pánico que me obligaban a esconderme
dentro de los árboles de nuestro jardín.
Cuando esto me sucedía
ella aprovechaba para colocarse su collar de yerbas al cuello,
su cinturón de cuero, y huyendo me dejaba en esa crítica situación
existencial.
Cierta vez para su cumpleaños nos mudamos a un departamento
cerca de un mercado público y hubimos de interrumpir
nuestra eterna luna de miel para desalojar a las cucarachas
que irrespetuosas ingresaban volando por las ventanas y se estrellaban
con nuestras miradas lascivas y tiernas.
En esa oportunidad me obligó que le regalara corales
que de manera sobrehumana
yo mismo había recogido del fondo del mar,
los cuales prendió de sus cabellos mientras pronunciaba
palabras bellas
y obscenas.
A veces de manera imprevista me lanzaba insultos y acusaciones diciéndome
que yo malamente le había arruinado su juventud,
desvanecido su perfume y ocasionado esa infernal arruga que cruzaba su cara
de sur a norte.
Insistentemente me reclamaba el dinero que me había prestado
para pagar los impuestos pues lo requería para viajar al centro del país
lo cual desde luego no podía satisfacer dada mi condición físico/mental
Desconcertado y extenuado cierto día huí de casa
a buscar urgentemente a mis amigos, a mi familia,
al tiempo perdido.
Los años habían transcurrido irremediablemente y caí en una oquedad.
Mis amigos habían viajado a diferentes pueblos.
Fui envejeciendo vértebra tras vértebra, mordido por los recuerdos y los años.
Viví de la caridad pública
dormí en las bancas de los parques.
La madrugada
me sorprendió innumerables veces
muerto de sed, con las estrellas congeladas
en mi frente.
Felizmente ejercitando mi autocontrol
y después de suceder unas siete estaciones
pude manejar todo esto,
hasta encontrar un cuartito
en el ático de una antigua casona
que desde entonces
se convirtió a la vez de vivienda
en mi atelier,
sala de teatro,
taller de pintura,
cuarto de música,
biblioteca,
gimnasio,
gofinoteca,
y catedral de los sueños.
Habían transcurrido siete estaciones más
y cierta vez
que me encontraba leyendo los periódicos
en un kiosco de la esquina del pueblo,
percibí su perfume increíble, su voz fantástica.
A mi espalda alguien pronunciaba mi nombre con dulzura.
Sin voltear la vista la reconocí y le grite tú eres mi amor,
¡cangreja!, la del tatuaje eterno.
La abracé con ternura.
Con esa ternura que solo sienten los suicidas por la muerte, la abrace.
Ella me pidió que nuevamente la tome por la cintura
y que bese sus maravillosos labios verdosos, secos y cuarteados.
Fue entonces que me pude percatar que vestía
un pequeño taparrabos fabricado con helechos y algas,
una delgada cadena de cobre llevaba enredada al tobillo izquierdo,
de su lengua pendía una argolla, y tenía el cabello recogido
con una cinta de cuero.
Fue un encuentro en la cumbre.
Me informó que me había buscado incansablemente.
Había consultado a curanderos y chamanes.
Ellos habían leído el café el humo del tabaco y las hojas de coca,
perdiéndome el rastro.
Recorrió muchos pueblos y conoció extrañas gentes.
Alguien le dio unos pocos informes acerca de mí.
Que cada día al anochecer dos larvas secas,
de manera incesante caían de mis ojos
pues ya había olvidado llorar.
Me relató que ante tales circunstancias
se había decidido por si sola seguir mi rastro
escuchando el canto del killiccha.
Me contó además que nunca dejó de pensar en mí.
Que con el transcurrir del tiempo había cumplido
uno de sus más grandes anhelos.
Después de algunos esfuerzos había logrado comprar
para nosotros un cementerio.
Que por fin había concluido sus estudios de egiptología
en la universidad del estado.
Su voz sonaba metálica.
Me miraba con su ojo bello, único y enrojecido.
Sus labios temblaban al igual que sus manos huesudas y hermosas.
Mientras me hablaba, lanzaba sobre mi rostro briznas de escupitajos
y sueños.
Sus uñas intentaban clavarse en mis nalgas
en un intento de abrazo feroz y tierno.
En un descuido, como antes comenzó a olfatear mis cabellos.
Regala tus trajes me inquirió… regala tus camisas blancas,
déjate nuevamente la barba,
el cabello largo.
Arroja tus mocasines y tus corbatas al mar.
¡Tienes razón!
-le contesté- me propones algo desafiante.
Tengo aun muchas dudas…
pero las dudas son el camino hacia la libertad.
Le grité que no deseaba ser hijo
del pensamiento único,
que para otros tal vez sea más fácil
vivir dentro de la oficialidad que fuera de ella.
Yo deseo vivir a la intemperie
de la independencia.
Le dije que ahora tenía más arrugas en el rostro,
el cabello se me estaba cayendo.
Y le informe de manera taxativa:
estas pobres alas cansadas ya no pueden más.
Al menos déjame descansar un instante
en el parque del frente…
Este encuentro ha sido demasiado para mí.
Es mi segunda y ultima independencia.
Dame de beber
un pedazo de agua de tu cantimplora…
coloca como hace 14 estaciones tu dedo
sobre mi frente…
deseo recuperar mi mugoloscopio
y por favor apaga por un momento el tiempo….
Deseo intentar caminar nuevamente…
porque el sendero de tu cuerpo es extenso.
Necesito recordar el sonido del tambor…
quebrar el milagro…
recomponer los pedazos de la madrugada…
hacer que chorree nuevamente de mi boca
aquel beso increíble…
sanar estos mordiscos…
derramar sobre mi pecho helado el césped…
las cortezas…
la sangre… las pepitas de luz…
la vomitada espuma, el reciente trago de amor y ayahuasca…